AGRAVIO A LA SOCIEDAD

Carlos Montemayor

La violencia de Estado agravia a la sociedad. Es insultante que la policía y el ejército, que debían servir de custodios de la libertad, priven precisamente de la libertad a ciudadanos inocentes e inermes. Agravia que el Ministerio Público, que debe asegurar la procuración de la justicia, pisotee los derechos de los ciudadanos. Se agravia a la sociedad cuando los jueces encarcelan, procesan y condenan injustamente en vez de fungir como garantes de la justicia en la sociedad entera. Es el mayor agravio que las autoridades políticas repriman y dejen una estela sangrienta en la sociedad a la que debían servir, proteger y salvaguardar. Estos agravios son injustificables en la conducta del ejército, cuerpos policiacos, jueces y autoridades políticas en los casos aberrantes de desprecio a los derechos humanos y civiles de los campesinos, carpinteros, profesores y regidores Loxichas aprehendidos en el año 1996 y que en 2008 siguen defendiendo su dignidad e integridad moral y social. No hay justificación ni dignidad en ninguna autoridad cuando la violencia de Estado se vuelve contra la sociedad misma.

martes, 20 de mayo de 2008

ESPACIOS ABIERTOS A ROSTROS NUEVOS


Espacios abiertos a rostros nuevos.
Lorenzo I. Vargas Sánchez.


Llegaron con rifles de madera y palabras como balas a conquistar la ciudad, con mochilas cargadas de documentos y tradiciones ancestrales, sus palabras certeras como ráfagas certeras, abrieron los corazones de los pobres, sangrantes y trémulos. Los marginados y los desposeídos se subyugaron al nuevo diálogo. Esas balas agitaron nuestras vidas y alentaron esperanzas. Entonces se abrió un abismo de locuras inéditas, donde el común movió la historia, porque ahora lo importante es la patria de todos y para todos.


Mi vista no alcanzaba a cubrir el espacio alterado por la paz que cambió los colores de mi ciudad, los hizo del color de la tierra y por lo tanto, más profundos. El grisáceo cielo, que desde el inicio de la conquista fue inundado por la pólvora del español, combinado por el incienso de copal, y ahora sustituido por la infamante industrialización y el humo de los autos, se llenó de una luz nueva. Parecía como si los quantum de protones y neutrones transformara las vidas cotidianas, almas quietas de no decir nada, de callar por siempre los golpes, para agolparse en el tiempo de decir todo, de no callarlo para no morir.


El espacio, ese inmenso espacio de horas muertas por el trabajo y el cansancio, redujo las fibras íntimas de una corporeidad social desconocida o poco explorada. El tiempo, ese tiempo tan alejado de los pobres y de la historia se alinearon y eclipsaron nuestra identidad urbana. Rostros morenos, amigos, que aún cubiertos reflejaron el surco de nuestras propias vidas, llegaron para darle una nueva imagen a la ciudad, generando nuevas e insospechadas aspiraciones. Al final, el Zócalo volvía a ser nuestro, como en 1910 cuando el Ejército Libertador del Sur entregó la ciudad al demócrata Madero, como cuando los estudiantes del 68 exigieron el diálogo abierto con las autoridades federales, quienes espantadas, se refugiaron el los pesados muros del Palacio Nacional, ante el desbordamiento de la nueva conciencia contra el autoritarismo.

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